miércoles, 15 de noviembre de 2017

El otro día fui a donar sangre

El rechazo que sufre uno cuando quiere hacer una buena acción, es una puñalada directa al corazón que muy rara vez llega a cerrar. Y cuando lo hace, no lo hace por completo sino que deja una grieta de dolor marcada en el alma hasta el fin de los tiempos.

Al menos es lo que sentí yo tras vivir una experiencia bastante desagradable que no le desearía ni al peor de mis enemigos.
Esto tómenselo de manera metafórica, porque decidir quién es hoy en día mi peor enemigo –teniendo una lista interminable, cuyo cierre, al parecer, no tiene ni siquiera una fecha tentativa- es prácticamente imposible.

Quiero ser lo más breve posible con esto así que procedo a narrarles mi última odisea. Y digo última porque espero sinceramente que así lo sea. A veces me pregunto por qué el destino construyó un camino tan duro e implacable para que yo transite por esta vida. Un camino plagado de dolor y sufrimiento.

Resulta que la semana pasada me acerqué al hospital para donar un poco de sangre. Y debo confesar que me sorprendió bastante el hecho de que cuando una persona dice que va a “donar sangre” realmente está hablando de una donación. Porque yo siempre pensé que se vendía. De verdad les digo. Y utilizar en su lugar la palabra donar era tan solo una mera forma de decorar tan humilde y noble gesto.
Repito, de esto yo me entero recién la semana pasada, cuando me acerco al hospital y casi de manera tímida le pregunto a la chica del mostrador:

“Disculpe, ¿A cuánto están comprando la gota de sangre?”

La chica un poco más me escupe en la cara el agua tónica que estaba tomando del ataque de risa que le agarró. Me explica que en ningún hospital con dos dedos de frente comprarían sangre y que las donaciones para hacer están abiertas a todo aquel que quiera colaborar, haciendo mucho énfasis en esta palabra, casi rechinando los dientes, como si estuviese conteniendo unas terribles ganas de saltar el mostrador y cagarme a trompadas ahí mismo.

“Mirá, la sangre es para un amigo que está internado en este hospital,” le digo. A lo que la chica me responde que antes de hacer cualquier tipo de donación me tenía que someter a una serie de controles básicos.
“¿Con diez gotas alcanzará?” le pregunto con total franqueza porque honestamente no tenía idea, ya que era la primera vez que iba a donar sangre. Pero la chica evidentemente se lo tomo mal, y cuando digo mal quiero decir que se lo tomo para el ojete porque ni bien termino de pronunciar las palabras me pregunta si soy retrasado mental o si simplemente era un sorete de ser humano.

Resulta que las donaciones de sangre por lo general rondaban en los 450 centímetros cúbicos. Pero bueno, yo no lo sabía. ¿No me lo podía explicar de buena manera? ¿Era necesaria la agresión?

Cuestión que luego de terminar con los chequeos para donar la cantidad precisa, pregunto si podía pasar a ver a mi amigo, quien si bien se había tenido que someter a una operación bastante simple, el susto siempre está.

Porque claro, me olvidé de contarles. A mi amigo la semana pasada lo atropelló un coche y le tuvieron que amputar las dos piernas.

Entro en la habitación y ahí lo veo a mi amigo Wilfredo, acostado con sus dos muñones extendidos sobre la cama. “Andate,” me dice apenas me ve asomar la cabeza por la puerta. Su voz era débil y rasposa. Casi un susurro.
Ustedes se imaginaran la puñalada de dolor emocional que sentí en ese momento al ver que mi amigo me estaba recibiendo de esa forma. Justo después de haber donado mí preciada sangre a efectos de contribuir a su recuperación sin tener obligación de hacerlo.

“Vine a donarte un poco de sangre porque me dijeron que necesitabas una transfusión,” le explico.
“Antes de tener sangre tuya corriendo por mis venas prefiero estar muerto,” me dice Wilfredo. Admito que es remarcable como a pesar de estar tan débil para hablar, se las ingenió para cargar cada palabra con un profundo odio y desprecio. Como si yo fuese el responsable de que se encontrara en ese estado.

Bueno al menos eso es lo que piensa el, porque en cierta forma Wilfredo me culpa a mí de lo que le pasó.

Porque esto tampoco se los conté. El que lo atropelló fui yo. Y cuando digo atropello quiero decir que lo pase por encima. Pero fue un accidente, no lo hice a propósito.

Yo puedo entender que Wilfredo haya tenido un mal día, porque vamos a decir la verdad, que te corten las piernas es un embole, pero me parece que echarme la culpa a mí es buscar la solución más cómoda y fácil. Porque él sabía muy bien que yo no sabía manejar. Y si bien yo le insistí para que me dejara usar su auto porque le dije que estaba con intenciones de sacar el registro, si él fue tan irresponsable de acceder es un tema de él.

Sí, capaz que yo estuve mal en negarme a que se sentara al lado mío para ir aconsejándome mientras yo aprendía. Pero no lo hice de mala leche, sino que como de chico mi papá me había llevado a andar karting, pensé que más o menos iba a ser lo mismo. No es que yo lo quise pasar dos veces por arriba porque soy una mala persona. Fue un accidente.

Sí, eso también me estaba olvidando de decirles. Lo pise dos veces. Una al momento de arrancar y después cuando hice marcha atrás para estacionar.
Yo ya cuando escucho ese crujido que hacen los huesos al ser aplastados bajo las llantas de un auto, supuse que algo estaba haciendo mal. Alguna cagada me había mandado. Así que de la bronca dije “Bueno, por lo menos voy a tratar de dejarlo bien estacionado.” Todo esto mientras Wilfredo que estaba atrás,  o mejor dicho abajo, al grito de “¡Pará! ¡Pará que me vas a matar hijo de re mil puta!” me pedía que me detuviese.

Pero lamentablemente no hago tiempo a frenar y ahí es cuando escucho el segundo CRUNCH, seguido de una serie de reputeadas que después pasaron a transformarse en desgarradores gritos de dolor.
Porque si la angustia que yo estaba sufriendo en esos momentos intentando estacionar el vehículo no era suficiente, el señor no tuvo mejor idea que empezar a gritar e insultarme, así yo me ponía más nervioso de lo que ya estaba.

De mas esta decir que no solo me insultó Wilfredo, sino también sus padres, quienes salieron de la casa corriendo y sin preguntar por lo menos que había pasado, me empezaron a decir de todo. El padre sin lugar a dudas fue el peor, ya que ni siquiera tuvo la decencia de llevarme con su auto, por lo que me tuve que pedir un remís para volver a mí casa.

Yo creo que la culpa la tuvimos los dos, tal vez el un poco más que yo, pero lo importante en esos momentos no era encontrar un culpable sino una solución. Motivo por el cual en esos momentos yo me encontraba en esa habitación con él, haciendo a un lado todas nuestras diferencias.

Pero no hubo caso. Wilfredo no solo no quiso recibir la transfusión sino que llamó a la enfermera para decirle que me echara y que bajo ningún motivo me permitiera ingresar nuevamente en la habitación.

Después de eso, totalmente humillado y con el corazón hecho pedazos, me fui a buscar al médico que había realizado la extracción para preguntarle si no me podía volver a meter la sangre en el cuerpo. Ya que mi amigo se había negado a recibir la transfusión.

Ahí es cuando me termino de dar cuenta que la buena atención no era precisamente el punto fuerte de los empleados de aquel hospital, porque me puso una cara de asco tremenda y como si estuviese aguantándose unas incontenibles ganas de vomitarme en la cara me dice que eso no era posible, pero que si quería, podía donar la sangre al hospital ya que seguramente le iba a servir a otra persona.

“Por $100 es suya,” le digo yo, con toda la buena voluntad y humanidad posible. Pero el médico, muy orgulloso, se negó y cordialmente me pidió que me fuera antes de que me clavara el bisturí en el ojo pidiéndome además, y cito, que me llevara mi inmunda y putrefacta sangre conmigo.

Y así fue como volví a mi casa. Con la bolsita de plástico debajo en el brazo, preguntándome porque la vida me hacía sufrir de esta manera cuando lo único que hago es desvivirme por ayudar a los demás y hacer el bien.