martes, 25 de agosto de 2020

Victoria (Una historia sobre bullying)

Nunca me consideré una persona religiosa, ni siquiera de chico. Tal vez tenga que ver con el hecho de que Dios jamás escuchó mis plegarias. Y las veces que más lo necesité siempre me dio la espalda.

 Y no piensen que no le di sus oportunidades. Incontables noches antes de ir a dormir, recuerdo haber estado arrodillado frente a mi cama con las manitos entrelazadas, profesando mi devoción hacia el todopoderoso. Prolongados momentos de mi vida, que en aquel entonces me deben haber resultado una eternidad ya que cuando uno es niño tiene una percepción del tiempo mucho más lenta que la de los adultos.

 Pero a mí eso la verdad que no me importaba. “Vos hablale que Dios te escucha,” solía decirme mi abuela. Entonces yo rezaba y rezaba y rezaba, hasta que un día me hinché las pelotas y recuerdo que fue en ese entonces cuando empecé a cuestionarme algunos aspectos de la religión.

 “¿Por qué Dios me ignora?”“¿Existirá realmente?” Esas eran tan solo algunas de las preguntas que solía hacerme de chic. ¿Será que acaso estaba cometiendo algún error en mis plegarias? Yo no lo creía realmente. Porque a diferencias del resto de los niños, yo no le pedía nada imposible ni complejo. Mis pedidos recuerdo que eran de lo más inocentes, propios de un niño de esa corta edad.

 “Querido Dios (solía decirle). ¿Cómo estás?  Soy yo. Tu ciervo W. Te quería contar que en la escuela todos los recreos tengo que soportar a mis compañeros jugando a la pelota y con todo el griterío que hacen se me dificulta bastante leer mi libro. Así que te quería pedir -si no es mucha molestia- que o bien les pinches la pelota, o si no de ultima, que le hagas explotar la cabeza a alguno mediante uno de tus rayos divinos. Como para dejar un mensaje. A ver si así dejan de hacer tanto bochinche, y me dejan terminar mi libro de 'Elige tu propia Aventura en paz´.”

 A la mañana siguiente mi madre, que se levantaba temprano todas las mañanas para prepararme el guardapolvo y llevarme a la escuela, se queda boquiabierta al ver que yo ya estaba levantado, listo para salir.
 
-Que temprano te levantaste.
-Si, mamá. Es que tengo el presentimiento de que hoy va a ser un gran día así que lo quiero disfrutar desde lo más temprano posible.

 La realidad que la noche anterior había estado tan emocionado que ni siquiera pude dormir. Me acuerdo que estaba acostado en mi cama y cada hora me parecía una eternidad. Mirando hacia el techo con una sonrisa de oreja a oreja, mientras me preparaba emocionalmente,  imaginándome el cuerpecito de alguno de mis compañeros todo carbonizado en el medio del patio de la escuela. Echando humo por un agujero en donde anteriormente había una cabeza. Capaz hasta nos dejaban salir antes y podía pasar por el kiosco a comprar un helado de limón. Para celebrar.
 
Ah, qué bueno que iba a estar.
 
Entonces fui a la escuela y cuando llegó por fin la hora del recreo, me senté en una de las gradas. Tomando la precaución de elegir una que estuviera lo más cerca posible a mis compañeros. Que en ese momento, y como todas las mañanas, se encontraban dándole patadas a una pelota hecha de papel y cinta scotch. Como los cavernícolas que eran.
 
Yo estaba tan entusiasmado que no podía parar de sonreír. En un momento hasta tuve miedo que eso me delatara y algunos de estos monos se dé cuenta.
 
En ese momento, Adrián, uno de mis compañeros, me ve y me dice:
 
-Hola W, ¿cómo estás? Che, nos falta uno. ¿No querés venir a jugar?
-No, la verdad que no. Estoy teniendo una mañana bastante agradable como para que se me arruine viéndoles la cara a ustedes.
-Eh, bueno. No, yo te decía para que no estés solo. Disculpá, si te molesté.
-No, todo bien. Pero ahora desaparecé de mi campo visual, por favor.
 
Adrián era al que menos soportaba de mis compañeros. Siempre haciéndose el buenito. Seguro que me estaba diciendo de jugar con ellos solo para ponerme en el arco. Así estos hijos de puta me cagaban a pelotazos.
 
Claramente me estaban haciendo bullying.
 
Pero no importaba. En pocos minutos estaba seguro de que el juego de la pelotita se les iba a terminar para siempre. Dios me había escuchado.
 
Los minutos fueron pasando y medio que me preocupé. En unos minutos iba a sonar la campana e íbamos a tener que volver al aula.
 
El cielo estaba gris. En cualquier momento se iba a largar a llover. ¿Habrá sido una señal?
En eso escucho la voz de una de mis compañeras:
 
-Disculpá, ¿te puedo preguntar algo? ¿Por qué mirás tanto al cielo?
-Por la misma razón que vos te la pasas mirándolo a Martín. Porque se me canta el quinto forro de las pelotas. Por eso.
 
Esta compañera en cuestión se llamaba Victoria. Y me gustaba desde primer grado. Entonces para disimular un poco le tiré una respuesta medio distante para que no quedar en evidencia. A parte a veces el hecho de tratar mal a la chica que te gusta te hace ver más interesante. Por lo que seguramente eso me había hecho ganar varios puntos.
 
A pesar de que seguí esperando, al final no hubo ningún rayo divino. Ni tampoco una pelota pinchada. Por lo que llegué a pensar que tal vez los poderes de Dios estaban limitados para mí porque seguramente me faltaba rezar más. Si, seguro que era eso. Capaz el poder de Dios era algo que tenías que ir desbloqueando a medida que ibas ganando más experiencia leyendo la biblia. Como si fuese un videojuego.
 
“Bueno, con que por lo menos Dios haga que alguno de mis compañeros se resbale jugando a la pelota y se desnuque, me conformo,” me dije a mí mismo.
 
Pero nada de eso ocurrió. Mis oraciones no solo habían caído en oídos sordos, sino que como si se tratara de una cruel broma del destino, un pelotazo me dio de lleno en la cara, haciendo que me caiga de la grada en donde estaba sentado y fuese a parar al suelo.
 
Recuerdo que en ese momento cuando logré levantarme, me puse a llorar. Me puse a llorar al mismo tiempo que tibias gotas de sangre salían de mi nariz y me manchaban el guardapolvo.
 
Más que por el dolor en si, por lo que realmente me había puesto a llorar fue por la impotencia y la desilusión al saber que Dios no solo me daba la espalda, sino que también se burlaba de mí.
 
Justo cuando me dirigía hacia el baño para lavarme la cara, Victoria se me acerca y me pregunta:
 
-¿Estás bien?
 
Su rostro detonaba verdadera preocupación. Incluso al día de hoy, todavía recuerdo su carita redonda, llena de pecas, y su particular peinado con trenzas.
 
Entonces ahí estaba yo. Observando a Victoria. Tratando de descifrar aquella mirada tan dulce que tenía, casi angelical…hasta que finalmente le doy una trompada en el medio de la cara. Tan fuerte que la piba se desplomó ahí mismo, como si fuese una pila de ladrillos viniéndose abajo.
 
“¡Nadie te pidió tu ayuda, puta!” recuerdo que le grité y después le di una patada. Aunque como había quedado inconsciente ni la sintió.
Uno nunca tiene que mostrar debilidad ante la chica que le gusta. Esa sigue siendo una de mis reglas, incluso hasta el día de hoy.
 
A parte que seguramente todo esto no fue más que una prueba de fe que me había puesto el Señor. Para ver si sucumbía a la tentación y terminaba pidiendo ayuda en lugar de valerme por mí mismo.
 
Entonces, bueno, la dejé a la hereje mi compañera tirada en el piso y me dirigí hacia el baño para limpiarme un poco. Y en el camino me acuerdo que recité dos o tres padres nuestros como para ir elevando un poco mi nivel de bondad.
 
Estaba haciendo las cosas bien. Era solo una cuestión de tiempo para que mi fe empezara a dar sus frutos.
 
Con toda la conmoción terminé perdiendo por completo la noción del tiempo, al punto de que el recreo se me pasó volando.
Cuando llego al salón me encuentro con que la clase de plástica ya llevaba varios minutos de haber comenzado.
 
Romina (la maestra) una joven de unos 25 años en aquel entonces, interrumpe la clase, y gira la cabeza apenas me ve que estoy abriendo la puerta.
Su rostro dejaba al descubierto una expresión de incredulidad mezclado con horror. Como si en lugar de entrar al salón un tierno y dulce niño de 8 años, acabara de irrumpir al lugar el mismísimo hijo de Lucifer.
 
-¿En dónde estabas? -me pregunta de forma casi acusadora, como si fuese un criminal buscado. A lo que yo le respondo que me encontraba en el baño limpiándome las manchas de sangre. Ya que durante el recreo a mis compañeritos de clase no se les ocurrió otra forma mejor de pasar el rato que darme un pelotazo en el medio de la cara. Y todo porque me rehusé a jugar con ellos.
 
-¡No, W! ¡Te juro que fue un accidente! ¡No lo hicimos a propósito! -me grita Marquitos. Uno de los chicos más humildes de la escuela. Siempre con el guardapolvo usado y las zapatillas gastadas.
 
-Vos cerrá el orto, piojoso de mierda- le digo.
 
Yo ya estaba caliente, me acuerdo. Yo me había levantado con la mejor onda del mundo y estos crápulas me tenían que venir a joder el día con su bullying.
 
La maestra (como si no hubiese escuchado una sola palabra sobre de lo que le acababa de contar) me dice que el director del colegio había estado preguntando por mí. Solicitando de manera urgente que me acercara a la dirección.
 
¡Ja!, esto por supuesto no significó ninguna sorpresa para mí, ya que el director, ya sea por una cosa o la otra, siempre encontraba alguna excusa para venir a buscarme al salón de clase y dejarme castigado en la dirección. Inventando cargos en mi contra, como siempre con la complicidad de algún docente. En este caso la maestra de plástica.
Lo cual tampoco me sorprendió ya que hace rato me había percatado de que la escuela estaba organizando un complot en mi contra que involucraba al director, los maestros, los alumnos y el personal de maestranza. Con el único propósito de manchar mi nombre. Todos estaban en mi contra. Todos me hacían bullying.
 
Y esto yo se lo había dicho a mi madre en incontables ocasiones, pero la maldita perra simplemente no me creía y siempre me salía con lo mismo:
 
-¿Hijito estás seguro que vos no tendrás un poquito de culpa también?
 
Si. Culpa de ser demasiado bueno y noble, tal vez.
 
Yo no lo podía creer. No podía creer como una madre era capaz de dudar de su propio hijo. Y más aún cuando ese hijo era yo, que vivía con la biblia debajo del brazo, siempre pensando en la forma de ayudar a los demás. ¿Qué no había hecho por esta familia? Hice hasta lo imposible por salvar la cena navideña, ¿Y todo para qué? Para que me terminen culpando a mí de todas las desgracias que habían acontecido esa noche, cuando lo único que hice fue desenmascarar las mentiras del tirano de mi tío Horacio.
 
Pero bueno, volviendo al salón de clase, yo me disponía a tomar asiento en mi lugar, al tiempo que mi maestra me seguía con la mirada.
 
-¿Puedo saber que estás haciendo? El director dijo que vayas a su oficina. -me dice la maestra. A lo que yo le respondo (siempre desde la altura y el respeto) que se quedara tranquila. Que ni bien terminara la clase iba a ir a ver al director. Y qué bueno, si no le gustaba que me llevara ella, a ver si podía.
 
La maestra hace un gesto de negación con la cabeza como si estuviese diciendo “Bueno, hace lo que quieras,” y vuelve a la clase, sin prestarme mayor atención.
 
La consigna del día era dibujar algo que representara algún momento importante en la vida de otra persona. Podía ser cualquiera que nosotros conociéramos. Un amigo, tu compañero de al lado, un familiar, etc., etc., etc.
 
"Esta es la mía," fue lo primero que pensé.
 
La oportunidad de tener un gesto noble con mi maestra y ganarme su confianza.
 
Déjenme que les explique: Hace unos meses, Romina, la maestra de dibujo, había perdido un embarazo y a raíz de eso su esposo la abandonó, ya que fue incapaz de superar la tristeza y por ende decidió huir.
Por lo que mi querida maestra aún se encontraba bastante sensible.
 
Así que no lo pensé más. Tome mis lápices y puse manos a la obra.
 
El tiempo fue pasando y yo estaba ahí, con los cinco sentidos en mi hoja. Estaba tan concentrado y tan entregado a mi obra que básicamente me había vuelto uno con el lápiz.
 
Hasta que de pronto me doy cuenta de que me faltaba lo más importante.
 
-Disculpen chicos, ¿alguno tiene lápiz de color celeste para prestarme? -le pregunto a mis compañeros. Pero como era costumbre, el silencio y la indiferencia fueron mi única respuesta.-¿Que pasa chicos? Me pareció haber visto que alguien tenía una caja llena de lápices con varios colores. Pero no me acuerdo quien.”
 
La maestra me mira y me dice:
 
-Si, estás hablando de Victoria. Pero como vos ya debes saber, tuvo un accidente y no va a volver por el resto del día.”
 
Yo me quedé perplejo. “¿Cómo un accidente? ¿Cuándo?” No tenía sentido, si hasta hace un rato la había visto en el patio y estaba lo más bien. Desparramada en el piso con la nariz rota, pero después de eso, diez puntos.
 
En fin, me las arreglé como pude y poco antes de que se sonara el timbre (y esperar a que el resto de mis compañeros entregaran sus trabajos así dejaba lo mejor para el final) me acerco a la maestra y le digo:
 
-Mire seño, este es mi dibujo, me tomé el atrevimiento de inspirarme en su vida. Lo hice con el corazón, espero que le guste.
 
Por un momento les juro que canté victoria. Al ver la tierna y dulce sonrisa de una maestra que claramente estaba orgullosa de tener un alumno capaz de engendrar semejante obra de arte.
Pero lamentablemente mi alegría duró muy poco, ya que aquella sonrisa poco a poco se fue desfigurando y deformando, como en cámara lenta, hasta convertirse en una mueca de horror y asco.
 
Entonces, para aclarar las cosas, rápidamente me acerco y procedo a explicarle mi obra en detalle. Así no había malentendidos incómodos para nadie.
 
“No, seño. Espere. Déjeme que le explique, por favor. Esta que está acá en el piso llorando y extendiendo el brazo de manera suplicante y patética, es usted. Y la persona que sale al otro extremo de la habitación (y de quien cuya imagen solo vemos la pierna y el brazo) es su esposo. O ex esposo, como usted prefiera. No sale completo porque es justo el momento en donde se está yendo por la puerta y la deja. Y bueno, finalmente esa bola roja y deforme que aparece en el piso sobre un charco de sangre es él bebe que perdieron.
Creo que fue un momento muy importante en su vida que de seguro la marcó y es por eso que decidí inmortalizarlo en este humilde dibujo. La verdad que no espero que me ponga un diez, pero con que me ponga un nueve cincuenta y lo pegue en su heladera me conformo.”
 
Lo que siguió a continuación fue un grito desgarrador por parte de mi maestra, que hizo que las palomas de la ventana rajaran a la mierda.
 
La mina rompió en llanto ahí nomás y salió del aula corriendo y gritando.
 
Yo no entendía nada. ¿Por qué se había ido sin decir nada? ¿Le había gustado o no le había gustado mi dibujo?
 
Lo siguiente que recuerdo de ese día, fue que poco después (por alguna razón) me encontraba una vez más en la oficina del director. El cual sostenía mi dibujo con las puntas de dos de sus dedos (como si fuese algo tóxico y peligroso) me pregunta:
 
-¿A vos te parece bien lo que hiciste?
 
Al principio no comprendí bien a qué se refería Luis (así se llamaba el director), pero al cabo de unos segundos lo entendí perfectamente. Entonces le digo:
 
-Bueno, es que no conseguí celeste, que era lo que tenía pensado para las lagrimas. Así que tuve que usar un crayón. Perdón.
 
Evidentemente no fue la respuesta que buscaba este hombre, ya que al día siguiente citaron a mi mamá al colegio. Se había vuelto tan comunes los llamados a mi madre que en un punto hasta habían abarajado la posibilidad de instalar una línea directa, similar al que usaba el comisionado Gordon para llamar a Batman, en la serie de los 60.
 
Ese día logré escabullirme de mi salón de clases y me dirigí hasta la puerta de la dirección para ver si era capaz de escuchar algo de lo que el director le estaba diciendo a mi madre.
 
No se escuchaba muy bien, así que tuve que prestar la mayor atención posible.
 
“…y la dejo ahí tirada, señora, con la nariz rota. Una nena inocente y una excelente alumna en todos los aspectos. Hoy los chicos se tomaron la foto anual y la pobre estuvo llorando todo el día porque ella tuvo que salir con media cabeza vendada.” 
 
Claramente estaban hablando de Victoria. Típico de Victoria, hacer un melodrama por cuestiones estéticas. Si no fíjense ustedes. La muy egoísta preocupada por si salían o no sus heridas superficiales, sin ponerse a pensar un segundo en mis heridas.
Las heridas del el corazón, causadas por el hecho de que estaba en tercer grado y todavía no tenía un puto amigo. Y eso que estaba haciendo un esfuerzo sobre humano.
 
Sinceramente empezaba a pensar que estaba haciendo las cosas mal.
 
Pero no terminen de indignarse, ya que las mentiras y calumnias del malvado director, todavía estaban lejos de terminar.
 
“Y después lo que le hizo a la maestra de dibujo. La joven renunció esta mañana y ahora incluso está pensando en dejar la docencia. La madre nos llamó y dijo que ahora está con tratamiento psiquiátrico. Sinceramente señora, no cree es hora de buscar una solución para su hijo ¿El padre que piensa a todo esto? ¿No pensaron en algún momento, no sé, dejarlo en la puerta de una iglesia y empezar de cero?”
 
Mi madre en ese momento se quiebra y empieza a llorar. Diciendo que efectivamente esa posibilidad la habían pensado en reiteradas oportunidades. Pero que no nunca lo hicieron, ya que no querían cagarle la vida a otra familia inocente.
 
Unos días más tarde mis padres se me acercan y me dicen que habían tomado la decisión de inscribirme en una escuela dominical. Según ellos, para que esto me ayudara a ser mejor persona. Incluso una mejor de lo que ya era.
 
Y no les puedo negar que al principio estaba emocionado. Emocionado ante la perspectiva de poder interactuar con otro grupo de chicos de mi misma edad, y capaz (si Dios quería) hacer amigos.