martes, 30 de mayo de 2017

Mi vida durante el secundario

El otro día me encontraba tirado en mi cama, panza arriba mirando el techo, cuando de repente por razones que desconozco, se apoderó de mí un fuerte sentimiento de nostalgia. Sentimiento que me trasladó a mi vida durante el secundario.

Rarísimo.

De un momento a otro, rostros de personas las cuales creí haber enterrado hace años en los avernos más profundos de mi mente, empezaban a cobrar vida de nuevo. Al principio de una manera muy vaga y obtusa, pero que de a poco iban tomando forma.

Se me ocurrió ponerme a buscar las fotos que tenía guardadas de aquellas lejanas épocas, a fin de que eso me ayudara a recordar mejor. Pero por más que busque durante un largo rato no fui capaz de encontrar ninguna. Ni de salidas, ni de excursiones, ni siquiera del viaje de egresados. Ni una mísera foto.

Entonces me acordé. No tenía fotos, porque no tenía amigos. Todos me odiaban. Y con justa razón, porque había sido un pésimo compañero, o al menos eso fue lo que me hicieron creer.

Mientras la mayoría de las personas recuerdan su vida de estudiante de secundaria con cariño, considerándola en muchas ocasiones como la etapa más linda de sus vidas, yo por mi parte, de lo que más me acuerdo es de como tenía que escaparme del salón y salir corriendo ni bien tocara el timbre porque mis compañeros me querían cagar a trompadas.

Me acuerdo que una vez me habían corrido como veinticinco cuadras, cuando en primer año durante uno de los exámenes finales de Lengua y Literatura, delate a uno de mis compañeros con el profesor porque se estaba copiando. Su situación era tan crítica que necesitaba aprobar el examen con una nota alta para no llevársela a marzo y salvarla por lo menos para diciembre.
Recuerdo bien haber dejado de prestarle atención a mi propio examen para enfocarme en los movimientos de mi compañero y encontrar el momento preciso para poder acusarlo.
Finalmente, al menor indicio de oportunidad, me levanté de mi asiento cual águila que se lanza sobre su presa y totalmente embriagado de poder al tiempo que señalaba con un dedo acusador exclamé: “¡Profesora! ¡Juan se está copiando! ¡Ahí! ¡Mire! ¡Mire!”
La profesora automáticamente le saco el examen y lo aplazó en el acto, haciendo que se llevara la materia a marzo.
“Vamos a ver si tus vacaciones ahora resultan tan divertidas como lo esperabas,” pensé mientras sonreía de oreja a oreja y mi compañero, al borde del colapso miraba como esa lapicera bic roja trazaba la palabra “aplazo” en su hoja. Hermoso.

De todas formas creo que esta bueno aclarar que actos como este no deben ser vistos como malignos, ni con la intención de hacer daño, sino como medios de entretenimiento a los que acude un niño adolecente para poder divertirse un poco y lograr sobrevivir en ese submundo oscuro al que llamamos escuela secundaria.

Yo no era malo, solo que por algún motivo disfrutaba cagarle la vida a los demás y deleitarme en las penas ajenas. Solo hacía falta que un compañerito me dijera que estaba angustiado porque creía que le había ido mal en un examen para que yo pensara: “Ay Dios, ojalá que le haya ido mal. Sí, ojalá se saque un uno así se pone a llorar en medio del salón. Qué bueno que estaría.”

Una vez en un cumpleaños de quince –en toda mi vida me habrán invitado a dos, máximo- recuerdo haber estado sentado solo en la mesa, mientras todos los demás bailaban y la pasaban bien, cuando en eso aparece la chica del cumpleaños y me pregunta porque yo no bailaba. “No me gusta,” le respondo. Me acuerdo bien que ella tomo una de las sillas que estaban ahí, se sentó y me dijo que la hacía sentir mal ver que no la estaba pasando bien. “Queda mal que estés acá solo,” me dijo. Yo la miré y le dije: “Si vamos al caso, vos quedas mal con ese vestido. Andá a saber cuánta plata gastaron tus viejos en esta fiesta como para que vos no hayas podido bajar por lo menos dos kilos y entrar en ese vestido como corresponde. Igual la comida esta buena.”
Ese día me acuerdo que me angustie de verdad. Porque pensé que finalmente estaba haciendo progresos en el complejo arte de socializar. Generando finalmente un tema de conversación que no fuese “hola” y “chau”. Pero no, la cumpleañera se lo tomo muy mal. Se puso a llorar, se encerró en uno de los baños y mientras los padres golpeaban la puerta desesperados para que salga ella entre sollozos demandó que solo iba a salir del baño si yo me iba de la fiesta y el lunes a primera hora hablaban con el rector para que me expulsaran del colegio.

Lo de la expulsión no pudo ser, para desilusión de todos el curso, pero la gente del salón me pago un remis para que me llevara hasta mi casa, a efectos de poder continuar con el evento.

La pase realmente mal. Pensé que finalmente estaba logrando progresos en mi meta de hacer por lo menos dos amigos antes de terminar el secundario, pero no fue así. Y debo confesar que lo que más me dolió no fue la puñalada que la vaca de mi compañera le dio a mis sentimientos, sino que me echaron de la fiesta faltando tan poco para que los mozos empezaran a servir el desayuno junto con las medialunas.
Mientras el personal del salón me escoltaba fuera del lugar, con los vítores de mis compañeros de fondo y el padre de mi compañera orquestando todo el movimiento al grito de “Solo a vos se te ocurre invitar a ese sorete,” le pregunto a la madre, que en aquel momento era la que a mi parecer emanaba menos odio, si me podía llevar por lo menos dos medialunas para el camino. Ella me contestó que con tal de que me fuera me llevara todas las que quisiera.

De más está decir que yo me negué. Tal vez no tuviese amigos pero había algo con lo que si contaba en opulencia por suerte, que era dignidad. “Deja, mejor guardatelas para el ballenato de tu hija,” le dije.
Mi compañera lanzó un último grito de dolor seguido de una imprecación que no llegue a escuchar porque alguien ya había entrado al remis.

Lo único que rescato de esa fiesta es que por lo menos me retiré con la frente en alto. Todavía era muy joven, ya me echarían de fiestas mejores.

O eso fue lo que pensé yo de manera errónea por supuesto. Porque después de esa fiesta más nunca me volvieron a invitar a otro cumpleaños o evento de similares características.
Antes, por lo menos los padres de mis compañeros de lastima los obligaban a que me invitaran, pero después ni eso. Es más, recuerdo bien que hubo un momento en el que las invitaciones de cumpleaños empezaron a venir con una clausula abajo que en letras chicas decía que independientemente de quien se presentara con dicha invitación, yo no podía entrar.

Una vez, en cuarto año, me acuerdo de un examen de matemáticas en el que por una sola falla la profesora me había puesto un 7,50. Eran cuatro ejercicios, de los cuales cada uno tenía un valor de 2,5 puntos. Suponiendo que de verdad yo había cometido un error la calificación estaba bien puesta. El inconveniente vino después, cuando me entero de que uno de mis compañeros había cometido el mismo error, en el mismo ejercicio, con la diferencia de que a él se lo habían puesto como que estaba bien.
Lo que era aún más interesante era que todos los demás estaban mal, por lo que la profesora le puso un 2,50.

Yo tenía dos opciones: O le reclamaba a la profesora para que me cambiara la calificación a 10, o me conformaba con mi 7,50. La verdad que yo mucho para perder no tenía, salvo que la profesora optara por no subirme la nota y bajarle el puntaje del examen de mi compañero a cero.
Mi compañero prácticamente me suplicó que no le dijera nada. Su padre siempre había sido una persona violenta. Varias veces recuerdo haberlo visto venir a clases con moretones en los brazos que el desesperadamente trataba de esconder debajo del buzo. Por lo que si se aparecía en la casa con un cero, era muy probable que recibiera una epica cagada a trompadas.

La profesora miro mi examen, me miro a mí, y dijo: “Mira yo no te puedo subir la nota, pero si les vas a decir a tus papas para que hablen con el director no me va a quedar otra alternativa más que bajarle la calificación a tu compañero.”

De nuevo. El chico me rogo para que no dijera nada. Que dejara todo como estaba. “Vos sabes como es mi papá, por favor, si decís algo lo único que vas a hacer es perjudicarme a mí.”

Pero era demasiado tarde. La misma profesora me había dado el poder para actuar como verdugo de mi compañero y cortarle la cabeza. No podía dejar pasar semejante oportunidad.

“Profesora, la decisión es dura y a nadie le duele más que a mí pero es lo justo. Bájele la nota Gustavo. Tome, use mi birome.”

Lo único que lamento es no poder haber visto como lo molían a golpes a mi pobre compañerito, pero me acuerdo que por tres días no asistió a clases.
Las represalias de sus amigos no se hicieron esperar, por supuesto. Al otro día cuando llego al salón, encuentro la siguiente frase en mi banco escrita con liquid paper: “Estas muerto.”

Por suerte yo ya había tomado las precauciones necesarias y me había sentado en uno de los bancos de la primera fila, que eran los que estaban más cerca de la puerta. Cosa que cuando sonara el timbre pudiese salir corriendo hasta la puerta de salida y escapar.

Repito, no es que yo haya sido un hijo de puta o un mal compañero. Lo que pasa es que era muy inocente, y en mi intento desesperado por hacer amigos y encajar en el grupo a veces lograba resultados completamente opuestos. La culpa no es mía sino de mis compañeros, que nunca me dieron la oportunidad de redimirme de mis actos. Basta con decirles que en quinto año, durante los preparativos para el viaje de egresados, se pusieron a juntar firmas para que no vaya, logrando juntar no solo las de todo el curso, sino además la de los padres y casi todo el cuerpo docente.

Yo no era malo, me hacían bullying. Que es distinto.



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